“Confieso que necesito manifestar este dolor que no me deja vivir desde hace mucho tiempo. Tengo 80 años de edad y me parece casi un siglo. A pesar de que tuve 29 años de unión en concubinato con mi pareja y un hijo después de 19 abortos, hoy me encuentro en la más entera soledad.
Durante la unión con mi pareja, creo que muchos ratos fueron más buenos que malos. Sobre todo, después de tanto perseverar para lograr que naciera mi único hijo. Cuando nació no pude describir cómo me sentía. Sólo sé, que era feliz; pues como mujer me sentía incompleta. Estos repetidos, abortos lesionan tanto nuestro espíritu, que pueden dejar grandes huellas.
Un año después del nacimiento de mi hijo, me separé de mi pareja aconsejada por mi padre. Lo hice con dolor, pero sólo él, veía mi sufrimiento por los abusos de infidelidad a los que estaba sometida. Sin embargo, la separación duró tan sólo unos meses, mi pareja me fue a buscar, me convenció y volvimos a intentarlo.
Siempre creí que la mujer tenía la obligación de mantener la unión todo el tiempo, porque eso nos hace sentir “acompañadas”; aunque haya más momentos “bravos y muy duros”, pero se compensan con “algunos buenos”.
A veces mi pareja me daba dinero y permiso de viajar mucho, me sentía como pez en el agua. En esos momentos me mostraba que me quería, pero al estar cerca de cumplir dieciséis años de unión, rompimos por segunda vez. Mi padre seguía aconsejándome que dejara a ese hombre; yo seguía insistiendo, en que yo era la que funcionaba mal. Él trataba de abrir mi mente, pero nada, yo insistía en creer que mi pareja me amaba. Así me consolaba, buscaba la manera de ver cómo solucionar mi problema. Pero, ciertamente, no encontraba la solución para olvidarme de ese hombre.
Cuando cumplimos 22 años “juntos”, nada había cambiado, su comportamiento seguía siendo el mismo. Sin embargo, yo con mi ceguera no quería creerlo. Así, que me hacía la loca. Sentía mucha rabia y desesperanza a la vez. No me sentía capaz de verlo con otra. Claro, todo eso, eran celos; no sabía cómo frenarlos, lo cazaba en la calle o donde estuviera. Era, como si la sola presencia de ese hombre, lo fuese todo para mí.
Finalmente, cuando estábamos por cumplir 29 años de “unión y agonía”, no pude soportar más la situación y, aunque me costó muchas lagrimas sacar valor para dejarlo, me fui a vivir sola con mi hijo. Pensé que podía dar ese gran paso.
Los primeros días sentí una sensación de soledad indescriptible, creí que no lo lograría. Pasaba la noche en vela, me levantaba irritada, agobiada; no encontraba lugar donde sentirme bien. Esta relación de años también hizo mella en mi hijo, quién copió de su padre el desamor y en mí la testarudez.
Recuerdo, que cada vez que su papá y yo peleábamos por sus abusos, mi hijo estaba a su favor. Cuando discutíamos me señalaba la culpable de todas sus desdichas. Decía frases dolorosas como: “¡Tú hiciste infeliz a mi papá, de qué te quejas!”, “lo molestabas con tus malditos celos!” y, con la sentencia: “¡Un día de estos, también te dejo sola!”, así un rosario de quejas”.
Pocas veces, mi hijo y yo hablamos, no sabemos llegar a ningún acuerdo. Cada palabra que dice me apena. Eso fue lo que construí. Lo sé porque lo viví.
Hoy después de aquella tormenta, puedo comprender cómo una persona, tiene el poder de transformar su vida en agradable o desagradable. Somos nosotros mismos, los que elegimos como queremos vivir y no es culpa de nadie más. Quiero que este relato sirva a muchas mujeres que como yo, aún continúan siendo esclavas por años, de su desdicha".
Indudablemente, las palabras de esta mujer y madre, llegan a lo más profundo de nuestro ser. Nos permite que reflexionar sobre las actitudes indeseables que obstaculizan nuestra felicidad. Para sentirnos confiados, las personas tenemos la necesidad de ser amados por otros. El amor, nos desarrolla el carácter y la estima, y permite que nos sintamos bien con nosotros mismos y nuestros semejantes. Sirve de escudo para afrontar los eventos de la vida.
Estar al tanto de que la mezcla de ausencia afectiva en la infancia y el mantenimiento del vínculo emocional hacia personas que no nos satisfacen, son la causa de estos comportamientos. Estas personas manifiestan una idealización extrema de personas que creen amar, por tanto soportan toda clase de atropellos porque no se sienten merecedoras del amor de ese ser “ideal”. Aman a otra persona por encima de su amor por sí mismas. Estas personas, necesitan ayuda de profesionales que promuevan actitudes prosociales (expresiones verbales que reduzcan la tristeza y confirmen su valor), que contribuyan al clima psicológico, de bienestar, reciprocidad y unidad.
Es importante, que comprendamos que este tipo de relación perjudica nuestra integridad física, psicológica y lesiona profundamente a cada miembro del núcleo familiar. Vemos, como la acumulación de diversos factores que “alimentaron” durante años la necesidad afectiva de esta mujer, desarrolló en ella una actitud hostil, como respuesta a las constantes infidelidades y ausencia afectiva por parte de su pareja. Esto sucede porque desconocemos nuestro valor (baja estima). Por tanto, el primer paso para sentirnos bien con nosotros mismos, es saber cómo somos. Si no nos conocemos vagamos sin sentido por cualquier camino, sin rumbo conocido.
Aprender a conocernos puede ser el ejercicio más emocionante de nuestra vida, para fortalecernos internamente y lograr nuestra independencia y autonomía. Si queremos lograrlo, bastará con sólo prestar atención a nuestras actitudes, sentimientos y deseos; por medio de ellos, llegaremos a lo hondo de nosotros mismos.
En el relato, se aprecia que ella nunca reconoció su talento de mujer “recia”, ni la forma de salir fortalecida de este tipo de experiencia. Su desacierto frente a los hechos y la ausencia de credibilidad sobre sus fortalezas, desarrolló en ella el agobio de los celos.
Los celos producen un estado de alerta y desconfianza permanente, por lo que la angustia y depresión son sus compañeros inseparables. Esto, tiene mucho que ver con el apego y el sentido de pertenencia hacia otras personas, porque en tanto haya un vínculo emocional, existirá en estos casos el miedo a la pérdida.
Para amar sin celos tenemos que conocernos, estudiarnos e informarnos sobre lo que nos pasa, ello nos ofrece una visión más clara y acertada acerca de nuestros sentimientos. Tomar conciencia de nuestra actitud "celosa" nos da la oportunidad de buscar apoyo y redimensionar nuestras actitudes equivocadas. De no hacerlo, es posible destruir la salud de todos y arruinar la calidad de vida de toda nuestra familia.
Aprender a conocer que nuestra condición humana, requiere también de intuición, que es el tesoro de la psique de la mujer y que representa “un instrumento de adivinación, o bola de cristal, por medio de la cual la mujer puede ver con una misteriosa visión interior”(Pinkola, 2004). Esta intuición es beneficiosa, porque nos dota de una energía motivadora que nos hace ver con certeza y responsabilidad que podemos dirigir nuestras propias impresiones y nos protege de los contactos no deseados haciéndonos aptos para manejar inteligentemente nuestras vidas, extraer lo mejor de nuestras experiencias y poder cambiar en positivo nuestra propia historia.
Durante la unión con mi pareja, creo que muchos ratos fueron más buenos que malos. Sobre todo, después de tanto perseverar para lograr que naciera mi único hijo. Cuando nació no pude describir cómo me sentía. Sólo sé, que era feliz; pues como mujer me sentía incompleta. Estos repetidos, abortos lesionan tanto nuestro espíritu, que pueden dejar grandes huellas.
Un año después del nacimiento de mi hijo, me separé de mi pareja aconsejada por mi padre. Lo hice con dolor, pero sólo él, veía mi sufrimiento por los abusos de infidelidad a los que estaba sometida. Sin embargo, la separación duró tan sólo unos meses, mi pareja me fue a buscar, me convenció y volvimos a intentarlo.
Siempre creí que la mujer tenía la obligación de mantener la unión todo el tiempo, porque eso nos hace sentir “acompañadas”; aunque haya más momentos “bravos y muy duros”, pero se compensan con “algunos buenos”.
A veces mi pareja me daba dinero y permiso de viajar mucho, me sentía como pez en el agua. En esos momentos me mostraba que me quería, pero al estar cerca de cumplir dieciséis años de unión, rompimos por segunda vez. Mi padre seguía aconsejándome que dejara a ese hombre; yo seguía insistiendo, en que yo era la que funcionaba mal. Él trataba de abrir mi mente, pero nada, yo insistía en creer que mi pareja me amaba. Así me consolaba, buscaba la manera de ver cómo solucionar mi problema. Pero, ciertamente, no encontraba la solución para olvidarme de ese hombre.
Cuando cumplimos 22 años “juntos”, nada había cambiado, su comportamiento seguía siendo el mismo. Sin embargo, yo con mi ceguera no quería creerlo. Así, que me hacía la loca. Sentía mucha rabia y desesperanza a la vez. No me sentía capaz de verlo con otra. Claro, todo eso, eran celos; no sabía cómo frenarlos, lo cazaba en la calle o donde estuviera. Era, como si la sola presencia de ese hombre, lo fuese todo para mí.
Finalmente, cuando estábamos por cumplir 29 años de “unión y agonía”, no pude soportar más la situación y, aunque me costó muchas lagrimas sacar valor para dejarlo, me fui a vivir sola con mi hijo. Pensé que podía dar ese gran paso.
Los primeros días sentí una sensación de soledad indescriptible, creí que no lo lograría. Pasaba la noche en vela, me levantaba irritada, agobiada; no encontraba lugar donde sentirme bien. Esta relación de años también hizo mella en mi hijo, quién copió de su padre el desamor y en mí la testarudez.
Recuerdo, que cada vez que su papá y yo peleábamos por sus abusos, mi hijo estaba a su favor. Cuando discutíamos me señalaba la culpable de todas sus desdichas. Decía frases dolorosas como: “¡Tú hiciste infeliz a mi papá, de qué te quejas!”, “lo molestabas con tus malditos celos!” y, con la sentencia: “¡Un día de estos, también te dejo sola!”, así un rosario de quejas”.
Pocas veces, mi hijo y yo hablamos, no sabemos llegar a ningún acuerdo. Cada palabra que dice me apena. Eso fue lo que construí. Lo sé porque lo viví.
Hoy después de aquella tormenta, puedo comprender cómo una persona, tiene el poder de transformar su vida en agradable o desagradable. Somos nosotros mismos, los que elegimos como queremos vivir y no es culpa de nadie más. Quiero que este relato sirva a muchas mujeres que como yo, aún continúan siendo esclavas por años, de su desdicha".
Indudablemente, las palabras de esta mujer y madre, llegan a lo más profundo de nuestro ser. Nos permite que reflexionar sobre las actitudes indeseables que obstaculizan nuestra felicidad. Para sentirnos confiados, las personas tenemos la necesidad de ser amados por otros. El amor, nos desarrolla el carácter y la estima, y permite que nos sintamos bien con nosotros mismos y nuestros semejantes. Sirve de escudo para afrontar los eventos de la vida.
Estar al tanto de que la mezcla de ausencia afectiva en la infancia y el mantenimiento del vínculo emocional hacia personas que no nos satisfacen, son la causa de estos comportamientos. Estas personas manifiestan una idealización extrema de personas que creen amar, por tanto soportan toda clase de atropellos porque no se sienten merecedoras del amor de ese ser “ideal”. Aman a otra persona por encima de su amor por sí mismas. Estas personas, necesitan ayuda de profesionales que promuevan actitudes prosociales (expresiones verbales que reduzcan la tristeza y confirmen su valor), que contribuyan al clima psicológico, de bienestar, reciprocidad y unidad.
Es importante, que comprendamos que este tipo de relación perjudica nuestra integridad física, psicológica y lesiona profundamente a cada miembro del núcleo familiar. Vemos, como la acumulación de diversos factores que “alimentaron” durante años la necesidad afectiva de esta mujer, desarrolló en ella una actitud hostil, como respuesta a las constantes infidelidades y ausencia afectiva por parte de su pareja. Esto sucede porque desconocemos nuestro valor (baja estima). Por tanto, el primer paso para sentirnos bien con nosotros mismos, es saber cómo somos. Si no nos conocemos vagamos sin sentido por cualquier camino, sin rumbo conocido.
Aprender a conocernos puede ser el ejercicio más emocionante de nuestra vida, para fortalecernos internamente y lograr nuestra independencia y autonomía. Si queremos lograrlo, bastará con sólo prestar atención a nuestras actitudes, sentimientos y deseos; por medio de ellos, llegaremos a lo hondo de nosotros mismos.
En el relato, se aprecia que ella nunca reconoció su talento de mujer “recia”, ni la forma de salir fortalecida de este tipo de experiencia. Su desacierto frente a los hechos y la ausencia de credibilidad sobre sus fortalezas, desarrolló en ella el agobio de los celos.
Los celos producen un estado de alerta y desconfianza permanente, por lo que la angustia y depresión son sus compañeros inseparables. Esto, tiene mucho que ver con el apego y el sentido de pertenencia hacia otras personas, porque en tanto haya un vínculo emocional, existirá en estos casos el miedo a la pérdida.
Para amar sin celos tenemos que conocernos, estudiarnos e informarnos sobre lo que nos pasa, ello nos ofrece una visión más clara y acertada acerca de nuestros sentimientos. Tomar conciencia de nuestra actitud "celosa" nos da la oportunidad de buscar apoyo y redimensionar nuestras actitudes equivocadas. De no hacerlo, es posible destruir la salud de todos y arruinar la calidad de vida de toda nuestra familia.
Aprender a conocer que nuestra condición humana, requiere también de intuición, que es el tesoro de la psique de la mujer y que representa “un instrumento de adivinación, o bola de cristal, por medio de la cual la mujer puede ver con una misteriosa visión interior”(Pinkola, 2004). Esta intuición es beneficiosa, porque nos dota de una energía motivadora que nos hace ver con certeza y responsabilidad que podemos dirigir nuestras propias impresiones y nos protege de los contactos no deseados haciéndonos aptos para manejar inteligentemente nuestras vidas, extraer lo mejor de nuestras experiencias y poder cambiar en positivo nuestra propia historia.
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